sábado, 21 de marzo de 2009

Welcome to England and have a nice rainy stay!



Nunca me imaginé paseando por la calle a la hora de merendar con un cucurucho de pescado rebozado y patatas fritas bañadas en kétchup entre mis manos. No porque no me guste el pescado, sino porque en ese momento y lugar lo normal me hubiese parecido un helado. Ya se sabe, el ser humano es un animal de costumbres. Y todo lo que no estamos acostumbrados a ver o hacer, nos parece raro.

Pero no, los ingleses ni tienen cuatro piernas ni respiran por los brazos. Tienen hábitos diferentes a los nuestros, pero no por ello más extraños. Es cuestión de familiarizarse. En tres semanas, yo tuve tiempo de semi-adaptarme, y aspectos al principio curiosos, al final se convirtieron en habituales.

Mi estancia la pasé en casa de una familia autóctona de Hastings, pequeño pueblo de la costa sur-este de Inglaterra. Annie, la madre, una treintañera parlanchina y vivaracha; Denis, un bebé recién nacido bastante llorón; y David, el padre, hermano o quizá ex novio, (increíblemente, no me llegó a quedar claro su papel) que aunque no vivía en la casa, cada día se asomaba por la puerta.

La casa en sí, como las del resto del barrio, era individual, alta y delgada. Tenía dos jardines, uno delantero y otro trasero, ambos revestidos de flores y adornados con estatuillas diversas, desde el típico gnomo hasta una tortuga de mármol; y dos plantas, completamente tapizadas con una suave moqueta beis. Resultó que era costumbre enmoquetar las casas. Por eso, la norma principal consistía en quitarse los zapatos en el recibidor. Aún así, llegar a mi habitación sin manchar nada era todo un reto: atravesar el jardín siempre embarrado por la lluvia incesante, dejar mis bambas sin salir del recuadro no enmoquetado y finalmente subir las escaleras con los pantalones empapados arremangados hasta las rodillas. Sí, es cierto, era una moqueta muy bonita, pero ¿no podría ser de un color más oscuro?


Pero este desafío, poco a poco logré dominarlo. Lo que más me costó de mi estancia fue muy distinto: enseñar a mi estómago los nuevos horarios. Con el desayuno, no hubo problema: a primera hora, la panza bien llena. El problema llegaba de la mano del lunch time y su cheese sandwich, que más que una comida se asemejaba a un segundo desayuno. Así, llegaba a las seis a casa bailando al son del rum-rum que entonaban mis tripas. Pero allí estaba el dinner, esperándome para ser devorado. Una cena que no solía defraudar mis papilas gustativas: baked beans, quiche o empanada de carne, todo me sabía a gloria. Y si era domingo, aún mejor: roast beef acompañado de un pequeño yorkshire pudding y sweet potato, sazonado con un derivado de la salsa barbacoa. Pero eran las seis de la tarde. ¡¡Sólo las seis!! ¿¿Cómo sobrevivir hasta el día siguiente?? Pronto entendí la importancia del supermarket y poco tardé en abastecer mi refugio de un inmenso arsenal de galletas de mantequilla. Sí lo reconozco, en ese sentido no llegué a adaptarme. Hubiese necesitado una estancia más larga o pasarme la mayor parte del día durmiendo.

En cuanto al pueblo, ciertamente Hastings es un buen sitio para mejorar el idioma. Teniendo en cuenta que había una media de tres españoles por familia inglesa, uno volvía a casa con un castellano indudablemente más rico y fluido. Quizás por esa spanish riot, muchos fueron los ingleses que por la calle endulzaron nuestros oídos con una elaborada sarta de insultos. Seguramente, se sentían invadidos. También es cierto que otros fueron más sutiles, y al preguntarles por una dirección, nos indicaron que el camino más corto era por mar rumbo a España. Así que no, la verdad es que no di con el mítico inglés polite al extremo. Pero bueno, de nuevo los tópicos de los que hablábamos. Habrá de todo, como en todas partes. Ni todos los ingleses pedirán perdón por pestañear ni todos serán tan sumamente maleducados.

¿Y qué hay del clima? Con un poco de suerte, lloviznaba. Pero lo que no mata hace más fuerte. Y tanto llover, me hice inmune a los resfriados. Mi ropa no tenía tiempo de secarse, así que tanto me daba si el cielo se tomaba un respiro como si llovía todo el rato. Acabas por acostumbrarte. Y lo curioso es que justo se vislumbraba un rayo de sol entre las nubes, la playa enseguida se abarrotaba. Para mí hacía frío, pero después de todo, era verano ¿no? Y la verdad es que era divertido: tomábamos un rato el sol y otro la lluvia. El paraguas siempre servía, unas veces como tal y otras como parasol.

Aunque al principio me costó emprender el viaje, la experiencia valió la pena. Es cierto que cuando viajamos, no sabemos qué nos espera en nuestro destino. Con miedo, llegamos a un mundo para nosotros desconocido. Pero lo único que necesitamos es intención. Intención de conocer el país y la cultura en la que nos adentramos, olvidando prejuicios y recelos. Comprendiendo que las diferencias entre tradiciones no son rarezas sino singularidades que las convierten en únicas. Solo se necesitan tiempo y ganas para adaptarse a las nuevas costumbres. Y entonces lo raro dejará de parecérnoslo. Tiempo y ganas, solo es eso.

Por eso, aunque pueda decir que he estado en Inglaterra, puede que sea precipitado afirmar que la conozco. Para conocerla a fondo necesitaría más tiempo. Puede que notase su aroma, sí; pero tal vez no toda su esencia.

Mejor. Así hay excusa para volver.



No hay comentarios:

Publicar un comentario