sábado, 14 de marzo de 2009

Todos los caminos llevan a Ítaca

Vivimos la mayor parte del hoy pensando en el mañana. Más pendientes de lo que haremos que de lo que ahora estamos haciendo. Ansiosos de que llegue una fecha determinada, contamos las horas, minutos y segundos que para ésta faltan. Matamos el tiempo. Lo desaprovechamos imaginando mil posibles futuros instantes, gozando al pensar en el gozo del que aún no gozamos pero gozaremos. Queremos que los días vuelen, que llegue ya el momento esperado. Y una vez éste viene, está y se va, comenzamos una nueva cuenta atrás.

Pero, ¿por qué ir tan rápido? ¿Cuál es la carrera? Detengámonos, no hay prisa. Como el poema de Konstandinos Kavafis exalta, la vida es un largo viaje que hay que saborear con tranquilidad. Un gran viaje de rutas diversas que se extienden hasta dónde nuestro ánimo esté dispuesto a llegar.

Con el mapa de la vida en nuestras manos, partimos hacia ciudades, campos y playas remotas. Mentalmente, viajamos con nuestra imaginación a paraísos desconocidos, ya sean reales o ficticios; así como a nuestro interior, donde inspeccionamos con detalle los parajes de nuestro pensamiento. Y a través de productos culturales como el cine o la lectura espiamos costumbres y tradiciones de sociedades pasadas, presentes y venideras. Cada lugar y momento nos enriquece un poco más. Cada nueva aventura nutre nuestra travesía, haciéndonos más sabios. Pues como dijo Leonardo da Vinci, “la sabiduría es hija de la experiencia”.

Pero la vida, como todo viaje, también tiene su destino. Si bien nuestros caminos pueden ser distintos, todos desembocan en el mismo sitio. Y mientras van llegando, se va desvaneciendo su principio. Imposible volver. Hemos llegado a Ítaca, a nuestra querida Ítaca, sí. Pero para no volver. Es un viaje sin retorno, el nuestro. Y es que al nacer, ignorantes de la vida, compramos solo un billete de ida.

Por eso, hemos de aprovechar al máximo el recorrido de nuestra aventura, aunque teniendo siempre en mente nuestro destino. Llevar a Ítaca en nuestra memoria será el estímulo que nos impulse a seguir adelante. No hemos de olvidar hacia donde apuntan las agujas de nuestra brújula. No podemos obviar que vamos a morir, pues es este final el que nos hará disfrutar más de la vida.

Si fuéramos inmortales, no valoraríamos nuestra existencia. Con toda la eternidad por delante, acabaríamos por aburrir la vida. Condenados a respirar para siempre, enloqueceríamos, agobiados ante la idea de no poder desconectar jamás de todo lo que nos rodea.

Necesitamos la muerte para vivir en plenitud, es necesario llegar a nuestra Ítaca. Pero no hemos de querer ver su puerto antes de hora, no sin antes haber cargado de nombres, países, imágenes y olores nuestras maletas; no sin haber deambulado por todos los caminos posibles y haber deleitado a nuestro cuerpo con infinidad de sabores, sentimientos y emociones.

Pues quizás no haya nada después de la muerte y de nada haya servido elucubrar tantas teorías. Quizás esté vacía. Quizás sea una isla desierta de cielo y de alegría.

Quizás nuestra Ítaca simplemente exista para hacernos vivir.



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