jueves, 9 de abril de 2009

Un pecado muy apetecible...



“Falta culpable de esfuerzo físico o espiritual; acedia, ociosidad (Catecismo de la Iglesia Católica 1866, 2094, 2733)”. Más comúnmente conocida como la pereza, uno de los siete vicios o pecados capitales enumerados por Santo Tomás.

Largo y tendido ha flotado en el ambiente esa mezcla de pavor y tirria hacia “el holgazán”, hacia aquel que no entregaba cada segundo de su vida al trabajo o a servir a Dios, su dios. Se exigía un rendimiento extremo, no caer en la ociosidad. Ya lo dijo Napoleón: “cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá”.

Producir, producir y producir. ¿El tiempo que no se destinaba al oficio? antieconómico. Fueron muchas las personas sobreexplotadas a causa de esta obsesión por trabajar anclada en la mente de los que precisamente poco (o nada) lo hacían. De sol a sol, sin tiempo casi de respirar y mucho menos de vivir, cantidad de generaciones vivían únicamente para y por su oficio. Podría decirse que más que humanos eran máquinas, aunque claro, no el tipo de máquinas con las que nos obsequió la Revolución Industrial.

Una revolución que si bien parecía traer consigo el apocalipsis al obrero, poco a poco le dio pedacitos de paz. Pues fue entonces, a partir del siglo XIX, cuando a modo de regalo se fue dando a los trabajadores trocitos de vida, cada uno válido por un tiempo concreto. Una hora, dos, tres… momentos de libertad, para disfrutar, para estar a solas consigo mismo y con los demás. Y poco a poco, fueron siendo cada vez más. Vino así el ocio temido, temblando clérigos y capataces, para instalarse definitivamente. Eso sí, tras infinidad de quejas y mucho reivindicar.

Paul Lafargue, uno de sus incondicionales, reclamó repetidamente en sus escritos el “derecho a la pereza”, entendida no como algo negativo sino como una liberación de la esclavitud laboral; como una manera de romper con lo que él llamaba “la manía de trabajar”, la ofuscación por no parar ni siquiera para tomar aliento.

Poco a poco, el ocio se abrió paso en la vida de cada individuo, buscando un hueco en ella. Y así, la gente comenzó a reunirse en el espacio público para disfrutar de su (poco) tiempo libre. Ferias ambulantes, circos y parques eran puntos de encuentro comunes, lugares idóneos para relacionarse con conocidos y desconocidos, los mejores escenarios para la socialización.

Pero de estar en la calle se pasó a un cuarto, amplio pero aún así cerrado: nace el cine, que no mata pero debilita a la mítica feria. Y luego aquella enorme pantalla dio lugar a otra más pequeña, que se veía en una sala aún más pequeña también: la televisión, que ya sí que deja medio muerto al ágora. La gente se recoge en sus casas, se aísla en su espacio más íntimo del mundo exterior para, evitando la realidad, sumergirse en la ficción.

Parece ser que padecemos agorafobia y nos da miedo disfrutar de nuestras calles, campos y ciudades. Parece, sí, que también tenemos cierta fobia social, pues preferimos pasarnos una tarde entera contemplando imágenes varias proyectadas por un rectángulo de circuitos antes que verlas en directo con nuestros propios ojos, desde nuestra propia experiencia y con otros seres de nuestra especie. Que nos inclinamos más por interactuar con un objeto inerte antes que con un amigo de carne y hueso.

Como destaca el catedrático Manuel Cuenca, estamos ante una clara tendencia al individualismo en detrimento de lo colectivo y lo público; y ante un incremento de las tecnologías de la comunicación que realmente se acompaña de una gran incomunicación.

Los tiempos cambian y el ocio también. Si bien progresivamente hemos tenido más tiempo para disponer de él, cada vez lo hemos aprovechado menos. Qué se le va a hacer, no hay que mirar hacia atrás pues el pasado, pasado está, y el futuro es la esperanza… ¿no?

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